Tengo una reunión en el zoológico, en el base del Cerro San Cristobol, a las 9.
Salgo de mi pieza en Ñuñoa a las 8.05. Fuera de la casa, en el barrio tranquilo y residencial, hay poca gente en las aceras. Algunas personas se llevan trajes y vestidos profesionales, y andan con propósito hacía Avenida Ossa. Pauso un momento para respirar el aire de hoy, el medio de marzo. Observo que las montañas aparecen más claras que antes, y la ciudad se despierta a la luz distinta del día. El aire es fresco y quieto.
Llego en dos o tres minutes de pie al metro Simón Bolívar. Bajo a la estación según la rutina que he desarrollado en el mes pasado acá. Dirección Tobalaba. Hay música callada, sillas rojas, los anuncios y el ruido del tren que llega. Siempre hay un tren que llega. El ritmo de la hora del taco es ligero. Hay más o menos veinte personas que esperan acá, en el área residencial donde vivo, Ñuñoa. El primer tren que llega pertenece al ruta roja, y no para aqui en Simón Bolívar. Miro por las ventanas en movimiento las caras de los individuos que pasan. Son como una lata de atún, apretado juntos en una jornada común y también apartada. Todos tienen caras graves.
El próximo tren es mío pero cuando abren las puertas, no hay ningún espacio para otro cuerpo humano, no para mío. Miro el cierre de las puertas, y este lote de viajeros desaparecen a sus vidas. Un punto para la hora del taco, cero para la gringa Meredith.
Camino al otro lado del anden - necesito un poco de estrategia. Tres o cuatro minutos más, y mi tren, ruta verde, llega. Me meto a presión adentro del tren, dentro de la lata de atún, y empezamos a mover. Juntos. Mover y parar, mover y parar. Cuatro estaciones a Tobalaba, y ya he memorizado los nombres. Simón Bolívar a Príncipe de Galas, a Francisco Bilbao, a Cristobol Colón, a Tobalaba. Bajamos juntos en Tobalaba, juntos en la jornada diaria.
Sigo las indicaciones en el suelo y en los paredes al línea uno. Personas caminan rápidamente, con propósito y prisa, en cada dirección del laberinto del metro. Somos peces. Encuentro mi anden, y junto con grupo nuevo de viajeros, nuevo grupo con destino común. Entro el tren fácilmente, un alivio. Encuentro una esquina dentro del tren para esperar. Me gustan las esquinas. Hay una tele en el tren, contando de la cultura de Santiago de Chile, la ciudad en la cual estoy surfeando el corriente.
Baquedano. Bajo del tren y salgo del mar, y entro un otro. Subo la escalera con propósito como los otros, y andamos hasta el aire fresco (aunque denso) de la ciudad. La jornada del metro me llevó desde me barrio tranquilo hasta el centro de la ciudad viva y vibrante. La gente mueve en pandillas para cruzar las calles grandes y ocupadas, llenos con aun más cuerpos de viajeros. Los que andan a pie mueven juntos, anticipando el cambio del semáforo, a veces corriendo para andar un poco más antes de que vegan los coches. Todos con propósito, en ritmo, sincronizados, juntos, según el sistema y naturaleza de la ciudad.
Los perros, en cambio, andan lentamente, según sus propios instintos, caprichos, y necesidades. Interactúan con uno al otro; tienen su propia cultura durante la hora del taco.
Paramos y andamos, paramos y andamos. Pasamos quioscos y parejas en la calle vendiendo hamburguesas de soya. Cerro San Cristobol está adelante, con la virgen que mira toda la ciudad, con toda la ciudad mirando de ella en su altura. Paramos y andamos, yo estoy junta con los chilenos en la hora del taco. Cuido mis cosas, me llevo mi mochila adelante de mi cuerpo.
Entro Bella Vista. De repente, después de que los estudiantes doblan a entrar la escuela del derecho, las calles se ponen tranquilas. Un perro aquí, y uno alla. Dueños de tiendas limpian sus pedazos de acera. Yo continúo a andar con propósito; el cerro se pone más y más cerca. Paso los bares y restaurantes, vacíos en la hora del taco. Llego al Parque Metropolitano, que también es vacío excepto los trabajadores. Subo la escalera al zoológico, y yo estoy en un mundo diferente, mirando la ciudad abajo, la gran ciudad - los edificios y calles, el smog los ritmos vibrantes. De la masa yo he emergido, como individuo y todavía una gringa (que habla bien el castellano). En los cuarenta minutos que tardó mi jornada, la luz ha cambiado y por lo tanto el aire abajo es distinto. Cada día estoy yo, forjando espacio para mi cuerpo y imaginación en la gran ciudad. Chilenizándorme. Navegando la hora del taco.
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I have a meeting in the zoo, at the base of San Cristobol Hill, at 9AM.
I leave my room in Ñuñoa at 8:05. Outside of the house, in the calm residential neighborhood, there are few people on the sidewalk. Some people are wearing professional suits and dresses, and walk with purpose toward Avenida Ossa. I pause a minute to breathe today's air, the middle of March. I observe that the mountains apear clearer than before, and the city wakes to a distinct light of the day. The air is fresh and still.
I get to the Simon Bolivar metro in two or three minutes on foot. I descend into the station according to the routine that I have developed in the past month here. Direction Tobalaba. There is quiet music, red chairs, advertisements and the noise of the train that's coming. There's always a train coming. The rhythm of rush hour is swift. There are about twenty people who wait here, in the residential area where I live, Nunoa. The first train that comes belongs to the red route, and doesn't stop here at Simon Bolivar. I look through the moving windows at the faces of the individuals who pass. They are like a can of tuna, squished together in a common journey but also separated. They all carry solemn faces.
The next train is mine but when the doors open, there is no space for another human body, no space for mine. I watch the closing of the doors and this batch of travelers disappears to their lives. One point for rush hour, zero for Meredith the gringa.
I walk to the other side of the platform - I need to use some strategy. Three or four minutes later, and my train, green route, arrives. I squeeze myself into the train, inside the can of tuna, and we start to move. Together. Stop and go, stop and go. Four stations to Tobalaba, and I have memorized the names. Simon Bolivar to Principe de Galas, to Francisco Bilbao, to Cristobol Colon, to Tobalaba. We get off together at Tobalaba, together in the daily journey.
I follow the directions on the floor and on the walls to line one. People walk quickly, with purpose and hurry, in every direction of the metro labyrinth. We are fish. I find my platform, and join a new group of travelers, with a new common destiny. I enter the train easily, a relief, and find a corner of the train to stand. I like corners. There is a TV on the train, telling about the culture of Santiago, the city in which I am surfing the current.
Baquedano. I get off the train and I leave the sea, to enter another. I climb the escalator with purpose like the others, and we walk toward the fresh (although thick) air of the city. The metro journey brought me from my calm neighborhood to the center of the city, living and vibrant. People move in packs to cross the big and busy streets, which are full of even more bodies of travelers. Those who walk on foot move together, anticipating the change of the stoplight, at times running to get a little further before the cars come. Everyone with purpose, in rhythm, synchronized, together, according to the system and the nature of the city.
The dogs, however, walk slowly, according to their own instincts, whims, and needs. They interact with each other; they have their own rush hour culture.
Stop and go, stop and go. We pass kiosks and pairs on the street selling veggie burgers. Cerro San Cristobol is ahead, with the virgin looking at all the city, with all the city looking at her in her great height. Stop and go, and I am together with the chileans at rush hour. I watch over my stuff, wearing my backpack in front of me.
I enter Bella Vista. Suddenly, after the students turn to enter the law school, the streets become calm. A dog here, another there. Shopkeepers clean their sections of sidewalk. I continue to walk with purpose; the hill gets closer and closer. I pass bars and restaurants, empty at rush hour. I come to the Parque Metropolitano, which is also empty except for some workers. I climb the staircase to the zoo, and I am in a different world, looking at the city below, the great city - buildings and streets, smog and vibrant rhythms. From the masses I have emerged, as an individual, as a gringa (who speaks good spanish). In the forty minutes that my journey lasted, the light has changed and thus the air below is distinct. Every day I am here, carving space for my body and imagination in the large city. Chilenizing myself. Navigating rush hour.
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